La senda de los aduaneros
Dos mil kilómetros para senderistas en la costa francesa de Bretaña. Islotes, acantilados y cresterías que impregnan al caminante de la esencia del mar
Bretaña es el mar. El mar, el viento, el graznido de las gaviotas y el olor a salitre. Aunque en realidad hay mucha más Bretaña de interior -de ganaderos y agricultores, de pueblos de llanura- que de puertos y pescadores. Pero para el imaginario colectivo, esta región histórica del noroeste de Francia, antiguo ducado, es su costa, sus puertos cargados de tradición, sus marinos legendarios, sus acantilados.Bretaña es el extremo más occidental de Francia, su Finis Terrae. Por eso una de las mejores maneras de descubrir Bretaña es a pie por el sendero de los Aduaneros, una ambiciosa infraestructura senderista que bordea toda la costa bretona a lo largo de casi... ¡2.000 kilómetros! Sí, no es un error: dos mil kilómetros de senda peatonal pegada al mar, bien deslindada, señalizada con carteles metálicos y con una pequeña red de albergues y gîtes d'etape para dormir. El sueño de todo caminante.
El sendero tiene su historia. En el siglo XVII, Jean-Baptiste Colbert, ministro de Luis XIV, decidió implantar un sistema de tasas aduaneras para gravar los productos de exportación. Y para que nadie colara de contrabando mercancías (sobre todo desde la pérfida Gran Bretaña) estableció un servicio de vigilancia aduanera a lo largo de toda la costa norte. Estos aduaneros tenían una caseta donde resguardarse y un tramo de costa asignado para vigilar las velas contrabandistas. Esos caminos usados por los agentes de aduana, reparados, unidos y señalizados, son los que ahora se han convertido en el GR 34, el sendero de gran recorrido que surca toda la costa bretona. Es tarea de titanes hacerse el sendero completo, a menos que uno tenga media vida para dedicarle al empeño. Por eso lo normal es elegir un tramo concreto o ayudarse de taxis o vehículos de apoyo en caso de grupos para ir completando las porciones más espectaculares y llamativas.
Islotes y cresterías
Una de ellas son los 20 kilómetros que discurren por la Pointe de Château, una península entre la isla de Brehat y la localidad de Perros-Guirec. El envoltorio se antoja espectacular: cresterías y roquedos puntiagudos emergen con la bajamar, islotes desperdigados entre el oleaje, gaviotas, una placentera sensación de lejanía, la grandiosidad de los espacios abiertos... Un paisaje tremendamente celta que recuerda mundos paralelos: Escocia, Irlanda, Galicia. Y desperdigadas por los prados, siempre mirando al mar, algunas casitas de ensueño.
Otro de los tramos más recomendables bordea el litoral del Cap de la Chevre, cerca de Crozon, en el departamento de Finisterre. Es una de las zonas más espectaculares del sendero de los Aduaneros: grandes acantilados y la soledad más absoluta. Solo algunas antiguas aldeas de pescadores cuyas sencillas casas de mampostería de granito son ahora segundas residencias de urbanitas franceses y alemanes.
Aquí se palpa la acción del viento, el elemento que mejor define la costa bretona. El que condiciona la vida de sus habitantes y modela el paisaje. Un viento que generalmente sopla del oeste, del océano. Y llega cargado de humedades.
Por eso en la costa oeste de la península del Cap de la Chevre no crece más que un ralo matorral achaparrado. Ni un árbol, nada que sobresalga más allá de un palmo sobre el nivel del suelo: el viento se encarga de hacerlo morir. Sin embargo, en la otra ladera de la península, por la costa este, el senderista cree haber llegado a una cala mallorquina: elegantes y altos pinares enmarcan calas rocosas de aguas transparentes, una postal casi mediterránea. De hecho hace poco hubo una polémica en Francia porque se utilizaron fotos de una cala del Cap de la Chevre de Bretaña para ilustrar un folleto turístico de la isla de Córcega, en el Mediterráneo.
Sea cual sea el tramo elegido, el paseo atravesará innumerables pueblecitos costeros, a cual más pintoresco y encantador. Pueblos como Loguivy, una pequeña rada de pescadores donde los botes duermen la siesta sobre un lecho de limo verdoso en espera de que el mar vuelva de sus correrías diarias. Como Paimpol, donde los barcos traen aún al atardecer sus panzas llenas de langosta, coquillas y cangrejos. Como Concarneau, una ciudad amurallada y rodeada de agua por los cuatro costados que vive del turismo. O como Ploumanac'h, Tregastel y el ya mencionado Perros-Guirec, los tres en la celebérrima costa de Granito Rosa, una porción de acantilado en la costa norte de Bretaña donde los caprichos de la geología pintaron los redondeados domos de granito de una tonalidad más propia del armario de Hannah Montana que de una auténtica roca ígnea plutónica.
Más de mil creperías
No se puede viajar, y mucho menos caminar, por Bretaña sin probar un crepe, la comida nacional bretona. Hay más de 1.500 creperías por toda la región y el menú del día más popular es el de un crepe de entrada, un crepe de plato principal y un crepe dulce de postre, todo bien regado con sidra natural. Una de las creperías más populares y famosas de Finisterre es Le Fregate, el restaurante del chef Christophe Beuriot en la pequeña localidad costera de Le Faou. Ocupa un edificio de 1650, decorado de manera muy simple, y hace unos crepes de morirse. Como todo buen chef, Christophe Beuriot es capaz de aguantar tortura china antes de confesar su secreto, pero uno de ellos es hacer la masa en el momento (en Bretaña es pecado comer un crepe amasado un par de horas antes) y usar harina de blé noir, una poligonácea parecida al cereal pero que no lo es y que por tanto no tiene gluten. Aquí le llama el trigo sarraceno. Con tres crepes de estos eres capaz de hacer la mitad del sendero de los Aduaneros en una sola etapa.
Un lugar perfecto para acabar este periplo senderista sería Saint-Malo, uno de sus puertos históricos desde donde los pescadores bretones zarpaban hacia Terranova o a Islandia en busca del bacalao. Lo narra muy bien Pierre Lotti en su Pescadores de Islandia. En Saint-Malo, el mejor conservado de todos los cascos urbanos amurallados de Bretaña, las mareas son gigantescas: el nivel del agua puede oscilar hasta 13 metros entre la pleamar y la bajamar, dejando al descubierto enormes playazos tan solitarios que parecen desiertos de quita y pon.